Destinatario incorrecto
He recibido un mensaje de la Tesorería General de la Seguridad Social indicando que han tramitado mi baja en el Institut Balear D’Emergencies. El mensaje no es para mí, claro, pero parece que ellos no lo saben. En los últimos tres años he recibido estos sms de forma regular para indicar altas en mayo y bajas en octubre de lo que supongo es un trabajo de socorrista en alguna playa estupenda de las Baleares (me gusta pensar que es Formentera). La novedad de este año es que mi otro yo ha dejado el socorrismo en pleno mes de julio para trabajar en otra empresa. Me muero de ganas de saber a qué me dedico ahora, si he progresado, si sigo currando junto al mar.
La situación me recuerda a cuando, hace años, una señora dejaba mensajes en mi contestador dirigidos a otra persona “Maricarmen, soy yo, llámame”. Fueron unos cuantos mensajes, no muy seguidos, en los que poco a poco se esbozaba una historia. “Maricarmen, que me he enterado que has estado malita, te llamo para saber cómo estás”. Confiaba en que en algún momento, de alguna manera, la señora se diera cuenta de su error y dejara de llamarme. “Maricarmen, ¿estás bien? Me ha dicho Pablo que regular”.
Llevé mi propósito de ignorar los mensajes tan lejos como pude, hasta que el remordimiento de conciencia me pidió intervenir. “Maricarmen, estoy preocupada porque te llamo y te llamo y no me contestas y no sé si te ha pasado algo”. Tuve que devolver la llamada a la señora para explicarle su error. “Ya me parecía a mí, con lo que le gusta hablar a Maricarmen” me contestó. Nunca más supe qué fue de ellas. A veces tuve la tentación de volver a llamarla para saber qué tal Maricarmen.
Hace un par de semanas recibí una notificación de correos sobre un envío de la Agencia Tributaria y me puse a temblar (a todo el mundo le pasa, pero los autónomos temblamos más). Resultó que tampoco era para mí. Aunque la dirección era correcta, el destinatario, según averigüé en Google, es un prolífico empresario del barrio de Lavapiés que, sin saberlo, tiene algún lío con Hacienda. Pobre.
Hasta que supe del empresario, el único rastro de inquilinos previos en esta vivienda se limitaba a una profesora de Aragón que recibe periódicamente revistas sobre enseñanza. En realidad las recibo yo, pero no le puedo sacar partido porque son unos tostones increíbles. A la profesora tampoco debían interesarle porque de lo contrario habría cambiado ya la domiciliación. Igual se marchó huyendo de ellas.
En todos los pisos de alquiler en los que he vivido, siempre he recibido correspondencia a nombre de antiguos inquilinos (en algunos casos un volumen al nivel de los antiguos concursos de la tele que nadaban entre cartas). Siempre lo he guardado todo diligentemente en previsión de que un día se presente un desconocido en la puerta y diga “¿hay correo para mí?”. Nunca ha pasado. De todas las cosas que dejamos atrás al mudarnos, el correo es de lo que menos nos acordamos.
Todo esto me hace pensar en las comunicaciones desatendidas que he podido dejar yo tras de mí, en las cartas comerciales o particulares que pueden seguir llegando a los pisos donde he vivido sin ser yo consciente; en los viejos amigos que tal vez vez me han escrito a viejas direcciones o que me han podido llamar insistentemente a un teléfono erróneo; y en los nuevos inquilinos que se estarán preguntando quién soy yo y por qué no recojo mis cartas. Tampoco es que me quite el sueño, peor es lo de la Agencia Tributaria.